El Tío Tenazas
La noche caía acompasada con el ritmo de los copos de
nieve. Un manto blanco cubría las calles adoquinadas. Zacarías avanzaba
apesadumbrado, asemejándose a las vigorosas encinas que le rodeaban. El anciano
se encontraba en el final de su vida, que ciertamente, había dado para mucho.
Nació más de sesenta años atrás, en un pueblo perdido entre las colinas de la
sierra cordobesa.
Se había casado en sus años de juventud, pero la mala
suerte se alió para robarle, primero, a su esposa en el parto de su único hijo,
y luego a éste años después en las guerras de Ultramar. Zacarías, pese a que
era Nochebuena, no podía olvidar las labores del campo, que era su único
pasatiempo y a la vez empleo. Las ovejas que cuidaba tiritaban muertas de frío.
Aseguró bien la cerradura del redil para prevenirlas de los ataques de los
temibles lobos que asociaban la zona desde tiempo
inmemorial.
Acto seguido, se dirigió, guiado por la luz de su farol,
a la taberna de su amigo Eusebio, llamada La Paloma. En él había
reunidos unos cuantos hombres del pueblo, el tabernero, y su hermana,
Margarita. La conversación giraba sobre la Navidad y fundamentalmente sobre la matanza del
cerdo y la buena cosecha de aceitunas. El frío intenso estaba favoreciendo la
curación de morcillas, chorizos, salchichones, etc. Además, Eusebio no hacía
más que jactarse de la buena cosecha en los olivos de la zona, de los que
poseía un buen número y, que sin duda permitirían el abastecimiento de aceite
en las próximas estaciones.
Ya cerrada la noche y terminados los temas de
conversación, Zacarías decidió que era hora de marcharse, por lo que después de
felicitar la Navidad
a los asistentes, se dirigió a su hogar. La casa se encontraba a las afueras
del pueblo, en el camino de la
Fuente. Al igual que todas las viviendas de alrededor, la de
Zacarías contaba con un zaguán de entrada, decorado de forma austera, donde
estaban colocados varios utensilios de labranza y demás objetos propios de un
hombre de campo. Después había un largo pasillo, con varias habitaciones a los
lados y que desembocaba en la principal estancias, compuesta por cuatro paredes
que sujetaban una pequeña bóveda, y que contenía tres o cuatro taburetes y una
pequeña mesa alrededor del fuego, cuyas llamas, al crepitar, dibujaban figuras
fantasmagóricas en las paredes. La única iluminación era la proporcionada por
la lumbre y el candil, el cual encendió, situado en un gancho de la bóveda.
Posteriormente, decidió preparar una humilde cena de
Navidad. Se dirigió a la cocina, donde cortó unos trozos de embutido y queso
que habían sido elaborados por él mismo. En estos momentos, se paró a pensar
sobre el sentido de su vida. Ciertamente, además de la muerte de su mujer y de
su hijo, lo más triste era que, debido a antiguas disputas familiares, no se
hablara con el único pariente que le quedaba vivo, su hermana, quien vivía
casas más abajo, con su marido y sus cuatro hijos, y que se había dedicado a
ignorarle sistemáticamente, por diferencias en el reparto de la herencia
paterna. El anciano, ensimismado en sus pensamientos, se sentó en el taburete,
y en la soledad de la lumbre, degustó lo que para él eran verdaderos manjares.
El carácter pacífico y sencillo de los habitantes del
municipio, hacía que existiera la costumbre de no cerrar las puertas de las
casas, incluso en invierno.
Una vez acabada la humilde cena, decidió encenderse un
cigarrillo con las tenazas que, ardiendo al rojo vivo, le permitían remover los
leños del fuego. De repente sonó un ruido sumamente raro, pero Zacarías no se
preocupó y siguió con su cometido. Un par de segundos después, oyó un sonido
más grande, giró la cabeza, y cuatro centelleantes ojos resaltaron en la
penumbra, debajo de los cuales había dos enormes bocas, repletas de colmillos,
preparadas para atacar a nuestro buen hombre. El anciano, sin pensarlo, tiró
las tenazas al suelo y los cuatro ojos desaparecieron en la oscuridad,
asustados por el golpe y el centelleo de las ascuas al caer al suelo.
Minutos después, voces en la calle alertaban de que
habían entrado lobos en casa de Zacarías, y unos cuantos vecinos se acercaron a
reanimarle. Entre ellos, sorprendentemente estaba la hermana, que empezó a
llorar, y a lamentarse de su mal comportamiento en los últimos años.
Cuando el anciano recuperó el conocimiento, ambos se fundieron
en un cálido abrazo, y desde entonces, de abuelos a nietos, se difunde esta
historia del "tío Tenazas", apodo con el que se conoció a Zacarías en
adelante y, para terminar, como alguien dijo alguna vez, sólo valoramos a las personas cuando nos encontramos cerca de perderlas.
– GUILLERMO DE
BASKERVILLE –